domingo, 26 de mayo de 2013

Hasta luego vieja

               Empezó todo en una madrugada de julio, para Conessa fue cuando encendió el televisor y se preparó el mate. La pantalla vomitaba crímenes viejos, escándalos de famosos, el informe del tránsito. La ciudad y los arrabales estaban envueltos en la modorra, las avenidas, apenas, bostezaban con autos escasos, era el inicio del caos que sobrevenía dentro de un par de horas. Era temprano. El hombre sabía que eran sus últimas madrugadas. Pronto. Dentro de un par de meses se jubilaría. La bendición que suponía aquel evento futuro, se le volvería una nueva rutina a la que tendría que acostumbrarse. Cuando se sentó a tomar mates, pudo prestar atención a la noticia que había ocurrido en alguna parte del África Central, un meteorito se había estrellado en medio de la jungla, el comentarista refería que los testigos de un pueblo cercano habían observado como el cielo se había puesto rojo, primero, violeta, después y que, el estruendo los había dejado sordos por un buen rato, y que más de uno había sido arrancado de sus camas.  Conessa quiso seguir oyendo el relato, le hacía acordar a esas viejas historietas de los años cincuenta que hablaban de fantasías que acrecentaban el deleite por lo desconocido, en cambio, el productor del noticiero, algún imberbe de esos que recién salido de la universidad que se creen con el talento de saber qué quieren los receptores pasivos de información, pensó que era mejor hablar del romance de la pulposa rubia, cuyos virtudes se veían en un video que circulaba por la red, cosa que le valió cierta fama, la suficiente para engatusar a un delantero de un cuadro de fútbol.
            Conessa se sorbió el mate por última vez, se levantó de la silla y dijo lo que había dicho por treinta años: “Hasta luego, vieja”. Salió a la calle, caminó sobre la escarcha hasta la parada del colectivo para ir hacia la estación de tren. Destino final, la fábrica de palanganas de plásticos donde trabajaba. Mientras esperaba el colectivo, miró el cielo oscuro, las estrellas casi ni se distinguían, suspiró, sus pulmones se llenaron de una bocanada de aire helado mientras pensaba en el bólido atravesando la atmósfera, todo en viñetas color sepia, ¡sí!, era como volver en el tiempo, ser ese niño que juntaba monedas para comprar revistas de historietas y leerlas sentado al sol.

            Los eslabones que sujetaban la sucesión de días de aquel futuro jubilado, continuaban siempre de la misma manera, la pava con agua caliente, el televisor encendido y la espesa neblina arrabalera dando vueltas entre los árboles del barrio humilde. La voz del comentarista, de otro canal de noticias, relataba los goles del partido de la última fecha que risueñamente se llamaba apertura al declinar el año calendario. Después de la mención de los gladiadores postmodernos, de la pelota golpeando la red, de los arqueros heridos de muerte, de los insultos que bajaban de las gradas, el mismo tipo reseñó que se habían reportado desapariciones misteriosas en algunos pueblos africanos, donde, hacía unos días atrás se había caído un meteorito, la escena mostraba a damas regordetas de tez oscura hablando en francés traducido a un español híbrido, sin acento. Se referían a sus esposos, sus hijos, algún vecino, los comentarios estaban musicalizados con la banda de sonido de una serie que hablaba de conspiraciones, seres pequeños y grises. Todo parecía grotesco, era un lugar en el medio de la nada, en el continente más pobre, cuyas noticias solo eran las revueltas sangrientas, las ocupaciones militares, los desnutridos, o el descubrimiento de yacimientos que engrosasen las ganancias de empresas foráneas. Todo eso que hace civilizado al hombre occidental, el negocio de vender revólveres y perorar paces… Conessa por algún momento pensó que ese escenario se parecía demasiado a este continente, tuvo la sensación que del otro lado del Atlántico estaban pasando cosas serias, también sabía que eso no era importante para la prensa internacional. Quería conocer más, pero no tenía más tiempo, se le hacía tarde. Dijo lo que otras veces: “Hasta luego, vieja”.

            Por fin se acercaba el día del retiro. El merecido tiempo del ocio, después de haber trabajado como un autómata toda la vida. Tenía enfrente la antesala de la vejez. Ese tiempo de inutilidad para el capitalismo, solo sería importante por los remedios, tratamientos y el lucro final, la muerte. Últimas madrugadas con el mismo ritual, el mate, el televisor, y los primeros retoños anunciando la primavera que vendría pronto. Ahora la tevé hablaba de las desapariciones como un hecho planetario. Los acontecimientos habían llegado a las grandes ciudades. Parte de Asía, Europa, de América. Ya se hablaba de pueblos fantasmas donde sus habitantes habían dejado todas sus posiciones como si volvieran a continuar con sus quehaceres diarios. La silla corrida, el caldo tibio dentro del plato, un libro abierto sobre una cama a la espera del lector. Hablaban médicos, científicos, religiosos que se afanaban por salvar la mayor cantidad de almas posibles, era el arrebato prometido en las revelaciones, los doctores solo decían que algunos desparecidos habían reportado tener síntomas parecidos a un refrío, algo sin importancia, que ninguno de los ausentes había sido internado en ningún hospital. Se empezó a hablar de pandemia. Las pantallas, los diarios, las voces de la radio fogueaban el pánico. Los primeros casos se reportaban en Buenos Aires, Montevideo y otras grandes ciudades, era imposible conseguir combustible, los alimentos no llegaban a las góndolas de los supermercados. A esta altura Conessa ya no sabía que pensar, tal vez, que era un treta publicitaria, un embuste para ocultar una nueva crisis en la economía global, para adoctrinar a los millones de míseros que generaban riquezas para unos pocos. Apagó el televisor. Tuvo la idea de recrear el romanticismo que había tenido en los años de juventud. Caminó hasta la habitación marital con la intención de besar a su esposa. Encendió la luz, un sudor frío le recorrió el cuerpo. “Nora, Nora”, repitió, en la cama solo estaba la huella del peso de la silueta de la mujer, sobre la sábana había machas de tizne, como si el cuerpo hubiera sido pintado con un lápiz de carbón. “¿Pero qué está pasando?”, se preguntó. Y salió al patio, lloraba con desconcierto, casi como un niño perdido en un lugar desconocido y oscuro. Afuera no había nadie. Algún auto con el motor encendido, las luces de las casas de los vecinos. Volvió a entrar, encendió el oráculo tecnológico buscando una respuesta, solo había estática en todos los canales. Estaba sentado. Sentía un malestar en la garganta y la impresión de ser el único ser vivo en el conurbano...

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