viernes, 20 de enero de 2012

Noches de miércoles



Lo que les voy a contar empezó a suceder en una noche de miércoles, en octubre, con la primavera abriendo flores en los balcones, ensayando los calores de verano, había luna llena, enorme, se respiraba la misma desesperación que experimentan los depredadores cuando están famélicos, la vida de éstos, no es fácil, es por eso que son crueles.
Pensemos en un hombre, joven, morocho, más o menos guapo, saliendo de su oficina, tan contento como un can que birla la soga que lo amarra. Caminar hasta el estacionamiento. Subirse a su auto, encenderlo. Verse en el espejo, devorarse con sus ojos negros, tener la sensación que estaba contemplando a un extraño. Un desconocido a punto hacer rodar las ruedas de su vehículo. Pensó que su departamento era un desastre. Que había una pila de camisas para planchar. Que sus pocas plantas estaban en una sequia permanente, que Candela lo seguiría viendo desde el portarretrato que tenía sobre la mesa ratona. Justo en el lugar donde dejaba las llaves del auto, la billetera, pensaba que su exmujer le cuidaría las cosas. Le haría recordar que estaban allí, esperándolo. Le diría que los pantalones pinzados claros le quedaban bien con camisas oscuras, que era mejor dejar sombra de barba sobre los pómulos, que eso le daba un aire de fuerza viril. Era cierto que Candela estaba en una foto, mirándolo con sus ojos azules, pero también era una extraña, alguien que se había quedado en el pasado, en el nerviosismo por verse, por esperarse, por la alegría de encontrarse cuando las agujas marcaban la hora adecuada en el cuadrante. La mujer de la foto era tan rara como él mismo, sentado en el auto sin saber qué hacer. Encendió la música, suave, melancólica, con acordes que golpeaban los oídos. Dio vueltas, se detuvo en semáforos, vio personas, alegres, tristes, apuradas, nerviosas, perros burgueses con correas caminando despreocupadamente, orinando en las aceras, olfateando rastros de amores caninos.
Pongámosle un nombre, podría ser, Pedro, Diego o Lautaro, coincidan conmigo que este último le va mejor, desde ahora, será Lautaro, un niño perdido dentro de un hombre o, al revés, un adulto queriendo salir del capullo. Siguió andando. Las ciudades siempre son iguales, las grandes sobre todo, un deleite para insomnes, para desdichados que buscan despejos, cartones, sueños, monedas, de putas paradas en esquinas desoladas esperando clientes, a gatos maullando sobre las cornisas. No tuvo noción del tiempo, sabemos que es relativo como dice alguien en los libros de teorías ilegibles, las más de las veces se parece a una constante que nos arrasa, un tsumani, en un hermoso día de playa, que nos ahoga sin que lo advirtamos. Era noche cerrada, lejos del centro, cerca de las vías de un tren que llegaba a alguna parte, un lugar que no aparece en postales, un reducto donde se supone pasan cosas feas, malandras, gente carcomida por el vicio, asesinos en serie y sensacionalismos así para el noticiero comedido de las nueve de la noche. Estacionó. Bajó. Encendió el enésimo cigarrillo del día. Estaba cansado. Entró al bar. Había música, se oía el murmullo, el ruido de las botellas, charlas de personas, hasta el silencio se podía escuchar. Se percibían miradas, de esas que parecen sondear más allá del aspecto de uno, era nuevo en el lugar, jamás lo habían visto, de alguna manera tenía que pagar el derecho de piso. Se sentó junto a una ventana. Se armó de paciencia para que viniera el mozo, un muchacho con pocas ganas de trabajar, con modales despectivos, con una lapicera mascada, un anotador machado de grasa o mozzarella de las pizzas que alguno de los demás parroquianos masticaban. Pidió una cerveza. Le importaba poco que le hicieran una prueba de alcoholemia en el camino de regreso. Empezó a beber. Tranquilo, tratando de poner la mente en blanco. Por un momento creyó que, en su hogar, las camisas se estaban planchando solas. Que una nube pequeña hacía llover sobre las plantas. Que la computadora de la oficina se encendía, y el cursor llenaba los espacios en blancos, que los balances cerraban, que no había necesidad de revisarlos cincuenta veces, que no existían errores de otros sectores, que todo era perfecto, que la ciudad era un paraíso, sin embotellamientos, sin protestas, sin enojos, que los laburantes llegaban a horarios, que los enamorados se encontraban, que la luna brillaba sobre el río. Iba por el segundo vaso. Sus manos agarraban los maníes, se los llevaba a la boca, sus labios olían a cerveza, a tabaco. Fue justo ahí cuando advirtió su presencia. Bebía también. Su vaso se manchaba de labial rojo. Tenía la mirada apagada, parecía estar buscando algo que se había perdido sobre la mesa gastada de tanto uso. Sus cabellos castaños caían como una cascada. Volvió a delirar. Creyó que la mujer era su espejo femenino, un ser tan desesperado como él. Había escapado también de algo. Lautaro podía suponerlo. Algún problema que se parecía a una noria que giraba sin poder sacar agua, algún amor no correspondido o perdido. Podríamos ponerle un nombre, se me ocurre Alfonsina igual que la poetisa, tan triste, desesperada por caminar sobre la arena hasta las fauces frías del océano. Lautaro se la quedó mirando, Alfonsina, en cambio ni se enteró de su presencia, solo que quería terminar su cerveza y contener las lágrimas justo cuando empezó aquella canción de Gilda, siempre la hacia vibrar como una hoja en el viento, tal vez abría una rendija por donde se podía escapar toda la melancolía, esas costumbres que tiene la mente para que los sentimientos dañinos no se vuelvan ponzoña adentro.
El miércoles que siguió fue igual, salvo que ya no había luna llena y un poco más de calor. Como en un ritual, Lautaro volvió a la misma hora, se sentó en el mismo lugar junto a la ventana, Alfonsina parecía que lo estaba esperando, sentada también en el mismo lugar, esta vez ocurrió el milagro, en una fracción de segundos las pupilas negras y las castañas se entrelazaron, trataron de esquivarse las miradas, la masculina volvió al vaso, al paquete de cigarrillos, la femenina algo que no podía encontrar en la superficie de la mesa. Pero era astuta, simulaba estar interesada en lo que pasaba detrás del cristal de la ventana, autos, la desolación nocturna de un día de entresemana. Se sonreía. Se enrojecía. Al caballero le pasaba lo mismo, simulaba buscar al mozo para pedirle algo que tardaría media hora en traerle, o que anotaría con ganas de decirle que ya era hora de que se fuera, que le hartaban los alcohólicos.
Fueron muchos miércoles, tantos, que se hizo verano, con calor insoportable, con la corriente de la niña volviendo seco el suelo de asfalto de la ciudad, parecía que no se cansaban de mirarse, ya al final no tenían ganas de disimularlas, es más perdían mucho tiempo en aquella acción, no importaba que las cervezas se volvieran caldos intomables dentro de los vasos. Alfonsina miraba hacia la ventana. Lautaro como buscando al empleado del bar que por suerte nunca llegaba.
Ocurrió que el miércoles antes de navidad dejaron de venir. Sus mesas estaban vacías, como sucede siempre, nadie los echó de menos, los bares como esos viven de los desesperados, las grandes ciudades los tienen por montones, lo triste del caso es que jamás repararon en alguien que los observaba, con esa misma desesperación que tienen los depredadores, un ser solitario sentado cerca de la barra, que los imaginó hablándose afuera, justo en el momento que el miércoles se volvía jueves, que ella le contaba que estaba cansada de ser bonita, que los hombres no se tomaban cinco minutos para escucharle los miedos, sus recetas de cocina, los anhelos que guardaba, que añoraba ser fea, no ser despampanante, que todos la vieran como una muñequita, que él le decía que se robaba cosas de los supermercados, pavadas que no usaba, que estaba cansado de hablar de fútbol, que de hecho no le importaba, que un día quería romper la oficina, entrar violentamente al despacho del gerente y asesinarlo, que lo hacía en sueños, que no tenía culpa, que sentía un placer maravilloso por pensar esas cosas. Quiero suponer que después de desandar todas las penas, se amaron toda la noche, se dijeron los nombres y nunca más se vieron en una noche de miércoles, sino, en todas las demás noches de la semana, deseo que haya pasado eso, porque jamás se los volvió a ver en ese bar junto a las vías de un tren que, seguramente, lleva a alguna parte.