domingo, 12 de febrero de 2012

colonia


I

En la luz de sol te guardo,
una estampa de monotonía,
así eras para mí,
una tierra llamada Colonia,
el lugar donde nací,
uno más de tus muchos pobres,
otra de la víctimas de tu carnicería,
años de color sepia
y muertos sin tumbas,
eras así,
para qué mentirnos,

II

vi tus horizontes
y escuché el fado de la libertad,
lo guardaba en mi mano pequeña,
lo lanzaba al viento
para que se volviera gaviota
y, naufragara sobre la cresta de las olas
de ese río que algún día se cansará
de verte tan conservadora,
incapaz de ver los hombres que te han hecho,
otros pobres de patrias lejanas
que buscaban un sitio donde se pudiera
llenar los platos en la mesa,

III

alcáncenme otro trago,
tengo a Colonia en la mente,
y duele como el adiós de un amante,
acá me mataron la inocencia,
me lanzaron a la vida
para que buscara la forma de salvarme,
allí, los granos de arena
que dibujan médanos,
los árboles llevando los chismes del tedio,
la abulia quieta en sus calles
donde danzan los sueños de un niño
que te ha sobrevivido para que aborrezcas
la poesía que te escribe,

IV

hay veces en que me detengo a pensar,
a verte en fotos y recuerdo que te amo,
es por eso que me dueles tanto
cada vez que te apareces
adentro de mis pensamientos,
en la luz de sol te guardo
y alguna vez te perdono,
no eras más que otro punto
de la crueldad de este mundo.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Decir adiós en febrero



“Vamos pequeña –se empezó diciendo-. No mires atrás. No lo hagas”.
Eran las tres de la tarde. Febrero. Desde las ramas las chicharras cantaban su celo. El sol de verano caía casi a plomo, se deslizaba desde el cenit, brillaba, blanco, sobre la calle recubierta de pequeños caparazones rotos, sus pies los pisaban, primero uno, después el otro. Sus brazos se balanceaban, rozaban sus caderas. Llevaba la mirada hacia adelante, viendo sin mirar, solo para poder sortear los obstáculos. Su mente, en cambio, repetía escenas de un carnaval lejano, con las cosas clásicas de esas fiestas en la costa oriental, el tizne negro sobre la piel, pálida, europea, era como jugar a ser negros descendientes de esclavos haciendo sonar tambores, pariendo murga, estribillos, la protesta soterrada en metáforas para que los carceleros, apenas, entiendan. Lo recordaba hermoso, moviendo el cuerpo dentro de pantalones grotescos, de una camisa multicolor, con la cara con el maquillaje corrido por el sudor, hasta le brillaban, en los ojos, todas las lamparitas de colores que pendían de los cables al costado de la calle, fue la primera vez que lo vio. Ella terminaba de ser una niña, así de frágil, así de hermosa, él ya era un hombre a punto de madurar, tenía todo, fue imposible no enamorarse, ideales, romanticismos, sueños que eran como juncos apretados entre los médanos y el río, pobreza que intentaba mitigar hilando en la fábrica de tejidos. Era dueño del timbre de voz justo para pronunciar su nombre, Marta.
“Vamos pequeña –continuó diciéndose-. Seguí caminando, ya no pienses, ya no llores”.
Los vecinos la veían pasar, también la habían contemplado en ese carnaval, bailando, haciendo desplazar el deseo a través del aire que la rodeaba. Ustedes saben lo que se habla, en los poblados de provincia, de las niñas lindas. Marta no era la excepción. Eran otros tiempos, no te dejaban madurar, ni disfrutar del proceso. Solo la encerraban en los malos ejemplos. Esos que se le recitan a las hijas para que sean buenas. “Jamás beses a un hombre que tiene veinticinco cuando, apenas, tienes quince”, eso decían, querían aleccionar a las castas princesas pueblerinas, luego acotaban, que, mucho menos, si era con un comunista confeso, aunque no sabían, si, serlo, era bueno o malo. No eran tontos, sabían que existía el peligro, una hoz y un martillo, prestos a destruir este mundo perfecto de ricos y pobres, de curas y del vulgo orando en las misas, de austeridad de un lugar con siestas horribles y sauces mansos que acariciaban las arenas con sus ramas. A Marta no le importó, quizás, no pudo pensarlo, se volvió su compañera, como él le decía. Pasó de niña a mujer sin dejar nada en el medio. Quedó embarazada una primera, una segunda, una tercera vez, que fue la última, al menos, con el muchacho de ideas bien definidas. Seguía caminando, lo hacía lento. Había momentos que dudaba. Pensaba desandar los pasos. Después se convencía de que era fuerte, que ya no importaba, que iba a ser mas fácil, era cuestión de dejar correr el tiempo, capaz en unos meses, en unos años, podía olvidarlo, se equivocaba.
Marta aún está viva y lo sigue recordando, le vuelven las escenas, una tras otra, el ruido de la tarde se le transforma en un murmullo que no se apaga, le dice que vivió muy rápido, que enviudó muy joven, que vio a su hombre dentro de un cajón cerrado, entrando en una fosa hecha en la tierra de caparazones destrozados. Que lloró doblada mientras su último hijo sorbía de uno de sus senos. Ese bebé que nació un día de mayo, que lo llamó con su marido le había pedido, al que solo pudo ver por unos pocos días. Marta todavía lo piensa cuando se queda callada, cuando se mira en un espejo donde se vuelve más joven, se ve alejando en una tarde de siesta, pensando que, después, de acomodar al niño débil y enfermo, pensó en decirle: “Adiós, Simón”. No pudo, solo decidió alejarse y tratar de olvidarlo.
“Vamos pequeña es cuestión de darse vuelta y simplemente decirlo, simplemente gritarlo”.