Empezó todo en una madrugada de julio, para Conessa fue
cuando encendió el televisor y se preparó el mate. La pantalla vomitaba
crímenes viejos, escándalos de famosos, el informe del tránsito. La ciudad y
los arrabales estaban envueltos en la modorra, las avenidas, apenas, bostezaban
con autos escasos, era el inicio del caos que sobrevenía dentro de un par de
horas. Era temprano. El hombre sabía que eran sus últimas madrugadas. Pronto. Dentro
de un par de meses se jubilaría. La bendición que suponía aquel evento futuro,
se le volvería una nueva rutina a la que tendría que acostumbrarse. Cuando se
sentó a tomar mates, pudo prestar atención a la noticia que había ocurrido en
alguna parte del África Central, un meteorito se había estrellado en medio de
la jungla, el comentarista refería que los testigos de un pueblo cercano habían
observado como el cielo se había puesto rojo, primero, violeta, después y que,
el estruendo los había dejado sordos por un buen rato, y que más de uno había
sido arrancado de sus camas. Conessa
quiso seguir oyendo el relato, le hacía acordar a esas viejas historietas de
los años cincuenta que hablaban de fantasías que acrecentaban el deleite por lo
desconocido, en cambio, el productor del noticiero, algún imberbe de esos que
recién salido de la universidad que se creen con el talento de saber qué
quieren los receptores pasivos de información, pensó que era mejor hablar del
romance de la pulposa rubia, cuyos virtudes se veían en un video que circulaba
por la red, cosa que le valió cierta fama, la suficiente para engatusar a un
delantero de un cuadro de fútbol.
Conessa se
sorbió el mate por última vez, se levantó de la silla y dijo lo que había dicho
por treinta años: “Hasta luego, vieja”. Salió a la calle, caminó sobre la
escarcha hasta la parada del colectivo para ir hacia la estación de tren. Destino
final, la fábrica de palanganas de plásticos donde trabajaba. Mientras esperaba
el colectivo, miró el cielo oscuro, las estrellas casi ni se distinguían,
suspiró, sus pulmones se llenaron de una bocanada de aire helado mientras
pensaba en el bólido atravesando la atmósfera, todo en viñetas color sepia,
¡sí!, era como volver en el tiempo, ser ese niño que juntaba monedas para
comprar revistas de historietas y leerlas sentado al sol.
Los
eslabones que sujetaban la sucesión de días de aquel futuro jubilado,
continuaban siempre de la misma manera, la pava con agua caliente, el televisor
encendido y la espesa neblina arrabalera dando vueltas entre los árboles del
barrio humilde. La voz del comentarista, de otro canal de noticias, relataba
los goles del partido de la última fecha que risueñamente se llamaba apertura
al declinar el año calendario. Después de la mención de los gladiadores postmodernos,
de la pelota golpeando la red, de los arqueros heridos de muerte, de los
insultos que bajaban de las gradas, el mismo tipo reseñó que se habían
reportado desapariciones misteriosas en algunos pueblos africanos, donde, hacía
unos días atrás se había caído un meteorito, la escena mostraba a damas
regordetas de tez oscura hablando en francés traducido a un español híbrido,
sin acento. Se referían a sus esposos, sus hijos, algún vecino, los comentarios
estaban musicalizados con la banda de sonido de una serie que hablaba de
conspiraciones, seres pequeños y grises. Todo parecía grotesco, era un lugar en
el medio de la nada, en el continente más pobre, cuyas noticias solo eran las
revueltas sangrientas, las ocupaciones militares, los desnutridos, o el
descubrimiento de yacimientos que engrosasen las ganancias de empresas
foráneas. Todo eso que hace civilizado al hombre occidental, el negocio de
vender revólveres y perorar paces… Conessa por algún momento pensó que ese
escenario se parecía demasiado a este continente, tuvo la sensación que del
otro lado del Atlántico estaban pasando cosas serias, también sabía que eso no
era importante para la prensa internacional. Quería conocer más, pero no tenía
más tiempo, se le hacía tarde. Dijo lo que otras veces: “Hasta luego, vieja”.
Por fin se
acercaba el día del retiro. El merecido tiempo del ocio, después de haber
trabajado como un autómata toda la vida. Tenía enfrente la antesala de la
vejez. Ese tiempo de inutilidad para el capitalismo, solo sería importante por
los remedios, tratamientos y el lucro final, la muerte. Últimas madrugadas con
el mismo ritual, el mate, el televisor, y los primeros retoños anunciando la
primavera que vendría pronto. Ahora la tevé hablaba de las desapariciones como
un hecho planetario. Los acontecimientos habían llegado a las grandes ciudades.
Parte de Asía, Europa, de América. Ya se hablaba de pueblos fantasmas donde sus
habitantes habían dejado todas sus posiciones como si volvieran a continuar con
sus quehaceres diarios. La silla corrida, el caldo tibio dentro del plato, un
libro abierto sobre una cama a la espera del lector. Hablaban médicos, científicos,
religiosos que se afanaban por salvar la mayor cantidad de almas posibles, era
el arrebato prometido en las revelaciones, los doctores solo decían que algunos
desparecidos habían reportado tener síntomas parecidos a un refrío, algo sin
importancia, que ninguno de los ausentes había sido internado en ningún
hospital. Se empezó a hablar de pandemia. Las pantallas, los diarios, las voces
de la radio fogueaban el pánico. Los primeros casos se reportaban en Buenos
Aires, Montevideo y otras grandes ciudades, era imposible conseguir combustible,
los alimentos no llegaban a las góndolas de los supermercados. A esta altura
Conessa ya no sabía que pensar, tal vez, que era un treta publicitaria, un
embuste para ocultar una nueva crisis en la economía global, para adoctrinar a
los millones de míseros que generaban riquezas para unos pocos. Apagó el
televisor. Tuvo la idea de recrear el romanticismo que había tenido en los años
de juventud. Caminó hasta la habitación marital con la intención de besar a su esposa.
Encendió la luz, un sudor frío le recorrió el cuerpo. “Nora, Nora”, repitió, en
la cama solo estaba la huella del peso de la silueta de la mujer, sobre la
sábana había machas de tizne, como si el cuerpo hubiera sido pintado con un
lápiz de carbón. “¿Pero qué está pasando?”, se preguntó. Y salió al patio,
lloraba con desconcierto, casi como un niño perdido en un lugar desconocido y
oscuro. Afuera no había nadie. Algún auto con el motor encendido, las luces de
las casas de los vecinos. Volvió a entrar, encendió el oráculo tecnológico
buscando una respuesta, solo había estática en todos los canales. Estaba sentado.
Sentía un malestar en la garganta y la impresión de ser el único ser vivo en el conurbano...