martes, 11 de diciembre de 2012

Debería llamarte Soledad


Esta historia la he visto tantas veces, cuando era pequeño, en la televisión en blanco y negro, con heroínas como vos, así de puras, tan frágiles como fuertes, solo cambiaba el escenario, no era esta tierra basta, con paisajes dominados por el viento y nada más que soledad, debería ponerte ese nombre en lugar del que te pusieron tus padres. Tenías los ojos chicos, brillaban en el sol, eran tan transparentes como el agua del deshielo que baja desde la cordillera. Eras así, te lo dijo y como no creerle a su boca forastera, venida de tan lejos, creó que te vio en el pueblo, en el único lugar que se podía comprar cigarrillos, tenías el pelo largo, pelirrojo, eso le llamó la atención, eran como las brasas que arden en el fogón, creo que te dijo. Al principio no le pareciste linda, y ese hombre se te hacía atractivo por haber respirado oxígeno de una gran ciudad, siempre trataste de imaginar cómo sería ese horizonte de edificios, el ruido de los autos, a la escasez de árboles estabas acostumbrada, era un ejercicio dentro de tu cabeza, era coser las postales que salían por televisión, Buenos Aires era una promesa que siempre quedaba lejos.
Como sea, porque lo buscaste, o porque estaba escrito por un mal escribiente del destino, un día se quedaron charlando, era uno de los estudiosos que trabajaban sacando petróleo como los otro. Éste se fue haciendo único, el mejor contador de anécdotas, tenía la edad de la inmortalidad y una lucha permanente con el aburrimiento crónico que corrían por la aldea, cada tanto llegaban películas para ver mascando pochoclo en el auditorio de la delegación municipal, o se podía ir a bailar música a otro pueblo con más personas, que quedaba a varias leguas atravesando la desolación, rodeados por horizontes que jamás se acercaban, solo estepa, polvo y estrellas esparcidas por el cielo fresco de otoño. Te hablaba de planes que tenía. Solía decirte que quería irse de vacaciones a Madagascar, te decía que era una isla desprendida de África, que tenía una fauna especial por el aislamiento que se había dado a lo largo de las eras geológicas. A vos te parecía tan extraño, en la escuela habían hablado de que los continentes se movían pero vos jamás lo creíste, cómo algo tan pesado puede estar flotando como barquitos de papel en el río.  Él tenía sapiencia, era joven, era fuerte y le amontonaste tan adjetivos, demasiados para un hombre, te lo digo yo que también lo soy. Lo transformaste en amigo de tu hermano, en casi hijo ilustrado de tu madre. Comían los domingos tallarines o chivito asado, él había aprendido a hacerlo, los esperaba cuando volvían de la iglesia luterana a la que él no asistía porque era católico, solo por herencia italiana, hasta se te puso en la cabeza, convertirlo a la variante del cristianismo que había practicado toda tu familia. Hasta acá era una historia de amor como cualquiera que tienen los mortales. Se te veía feliz, se te inflaba el pecho de orgullo por ser alguien especial, eso creías y tu fe era, reírte de sus chistes, acompañarlo en los silencios. A veces te parecía traicionarlo cuando tu mente se preguntaba qué cosas pensaba la suya. Te molestaba que se quedara ensimismado. Estaba en otra parte, un lugar al que no podías ir, ni siquiera con la imaginación. Le costaba hablar de las cosas que había dejado en la ciudad, su familia aparecía en alguna charla, pero todo terminaba siendo más misterio que revelación, y eso, te atrapaba más, como sus besos, como su piel bien tibia en los días de invierno, cuando el sol se iba rápido y el viento aullaba helando y la leña no alcanzaba para mantener la temperatura. Hacías lo que el cuerpo pedía a gritos y que tanto te habían enseñado que no se deber hacer hasta pasar por la bendición del pastor. Se encontraba el lugar, en el departamento que la empresa  tenía para sus empleados, sabías como explicar tu ausencia, los dos estaban en puntos distantes en el mismo pueblo como, si eso, fuera posible en un lugar tan diminuto. Tu madre, que había pasado por lo mismo, te creía. Tu hermano hacía como que veía para otro lado. Te sentías su mujer, porque eso se te había enseñado, que la mujer es la posición del hombre con el que formica, pero él seguía siendo libre como una gaviota sobrevolando el golfo. No existían deseos para el futuro. Él tampoco te lo recordaba que lo tuvieras. Un día te subiste a la bicicleta que te servía para acortar distancias, tocaste a la puerta. Nadie te abrió. Debería llamarte ingenuidad, y no con el nombre que te pusieron tus padres. Te diste cuenta porque no se hablaba de los días por amanecer. No recuerdo si lloraste, me parece que no tuviste tiempo, para su ausencia sin despedida inventaste una historia, la más trágica por la cual no le quedase más remedio que volver de donde había venido.  Después te diste cuenta que tendría que regresar antes de que fuera evidente la curvatura de tu vientre. Pensaste que las jornadas empezaron a ser traicioneras, que, aunque los relojes marcaran las veinticuatro horas, éstas pasaban más rápido, así que lo planeaste bien, vendiste las pocas cosas que tenías, tu computadora, tu grabador, la colección de monedas que te había legado tu padre poco antes de que también se fuera sin dejar rastros. Pensaste lo similar que era aquello y esto, mientras armabas el bolso en la oscuridad. Sin hacer ruido para que no te oyeran, ni tu hermano, ni tu madre. Renunciaste a la telefónica donde trabajabas. Compraste un boleto y te fuiste en la noche, a hurtadilla. Lo más probable es que hayas rumbeado para Buenos Aires. Tal vez tenías la ilusión de encontrarlo al doblar alguna esquina. Si en lugar de escritor fuera dibujante, me hubiera gustado retratar tu cara pegada a la ventanilla, tus ojos diciéndole adiós a la meseta, tan hermosa tocándote el vientre mientras el ómnibus brillaba, metálico, sobre la roca siempre gris. Estabas decida. Te habías jurado que no habría vuelta atrás. Habías resultado impulsiva como te decía tu madre, cuando tenía que enfrentarse a tus caprichos, tus enojos, tu cara larga porque las cosas no salían según lo deseabas. Querías que tu hijo naciera lejos. No soportabas que tus vecinos pensaran que te habías convertido en una boba enamorada de un forastero.
No estabas ese día de enero cuando volvió, tenía el pelo corto, un par de kilos de más y una sonrisa que te hubiera gustado volver a ver, lo primero que hizo fue caminar hasta tu casa para preguntar por vos, le dijeron que te habías ido, le hablaron con rencor, en el fondo lo culpaban por que vos te habías ido lejos.
Desde entonces están los dos buscándose, a merced que ocurra un milagro y el rostro familiar aparezca y sea único en la multitud, pero ocurre que el destino tiene, a veces, muy malos escribientes.

jueves, 15 de marzo de 2012

ego



I
Un cadáver,
-¡qué bonito!-
Frío. Golpeado.

II
Aquella pueblerina
de sonrisa tierna.
No, no da ni siquiera
para heroína…

III
Un lupanar así de simple.
-Sonríe, fue la bienvenida-.

IV
Cachorrito abandonado,
un perrito,
siguieron así tus días…

V
-No me pidas
que te explique,
la ironía
que es la vida-

VI
Talento con las letras,
imaginación desbordante,
un embaucador
que más sabe
a aprendiz de estafador…

VII
Chico bonito,
de desnudez fácil,
tantos cuerpo ha tenido
mas ninguno lo ha amado
con la fuerza que retiene,
que no deja que se vaya nunca
el alma por la saliente…

VIII
Sabemos de nuestras guerras,
de la trampa,
de la huida,
soñamos tanto tiempo
con el fin de la partida.
–Sonríe,
será buena la despedida-.

domingo, 4 de marzo de 2012

Rojo Fuerte



Las luces de esta ciudad lo encandilaron. Parecía una polilla triste volando hacia el foco incandescente que se vuelve matadero. Llenó bolsos. Como despedida oteó la habitación pobre. Lamentó abandonar el oso de peluche que seguía sentado en la cabecera de la cama. Semejaba mirarlo, era conmovedor, ese artículo inerte era lo más parecido a la ternura que había tenido.
Antes de salir se pintó los labios. Rojo fuerte, intenso, parecían dos frutillas, se abrían, se cerraban, se sacó una foto, parecían las boquitas pintadas que soñó Puig.
En una madrugada fría llegó a Retiro. Caminó la estación como una diva. Arrastró su equipaje hasta una sucia pensión que había reservado. El descanso lo aguardó en una cama pequeña con un colchón incómodo. Sus ojos se abrieron a las siete en punto, justo a la hora en que su antigua familia tuvo tiempo para notar su ausencia. Se los había advertido tantas veces, había encontrado las formas para comunicarles que era una mariposa díscola que necesitaba libertad, las grandes ciudades sirven para eso, para diluirse en el anonimato, no importa quién es uno, las anatomías se vuelven parte del decorado urbano.
Su antiguo nombre había quedado en el pueblo, lo pronunciaban sus parientes, los vecinos agregaban adjetivos a su desaparición. No duró mucho, pronto se olvidaron de pedir señas de Sergio, el muchacho diferente, para el que no había golpes que pudieron corregirlo, decían todos sin dejar de lamentarse, no por el pobre pibe solo a su suerte, sino, por la sed de otro destino que siempre había manifestado, ni siquiera se tomaban cinco segundos para pensarlo tan tierno, parado, en una esquina, rodeados por autos con conductores lascivos, prestos para sacar de sus billeteras billetes sucios para comprar fantasías, todas las que pudieran sacar de ese cuerpo, a veces tan infantil, en otras tan adulto con un bagaje de muchas vidas vividas, una sobre otra como eras geológicas amontonadas en las rocas. Sus antiguos vecinos engordaban sus propias morbosidades, muchos liberaban cosas que siempre buscaron hacer y jamás se animaron. Las castas pueblerinas eran las peores. Pero el otrora Sergio los engañaba a todos, sí era cierto que tenía la boca pintada. Las uñas esculpidas, que imitaba el andar de una gacela por las veredas porteñas, que pedía las cosas como un susurro, jamás se lo imaginarían con aquel delantal blanco, con sus trenzas teñidas de rubio, sus manos armadas con tijeras y peines, cortaba, peinaba caballeras de mujeres burguesas que esperaban que, sus maridos, tuvieran cinco minutos para verlas más lindas que la última vez, muchas les contaban sus problemas, le hablaban de sus novios, de sus queridos, los hombres se volvían en aquel reducto un tiro al blanco, había que acertar, por muy bueno o por muy malo, por el descuido de dejar indicios de amantes de oficinas o, de viejas amigas aparecidas de repente; sus clientas aprendieron a quererla, todos los que la conocieran, no podía dejar de sentir afecto por esa persona que se había convertido en una muchacha tan afable. Así que cuando descubrieron que sus ojos marrones y pequeños no brillaban como antes, que la sonrisa se le había vuelto una mueca, cuando parecía que sus orejas no podían escuchar problemas, las clientas empezaron a preguntarse qué le pasaba, como si las travestis no pudieran estar tristes, Marina era reservada, parecía tener la vida mucho mejor de cuando había llegado a la ciudad, ya no vivía hacinada con otros soñadores recién llegados, ahora compartía un departamento pequeño con una amiga, iba al cine, podía comprarse ropa, hasta se reunía con activistas que peleaban por los derechos civiles. También tenía un oso enorme de peluche sentado en una silla que le hacía recordar al que estaba en casa de sus padres. Marina no soltaba prenda sobre sus penas, prefería permanecer parca…
Tenía la inocencia justa, el límite exacto entre la adolescencia que se rinde mansa a la adultez. Tenía una voz suave que pronunciaba las palabras con energía; manos grandes, huesudas, que manipulaban las cosas con torpeza. Era irresistible verlo en algunas tardes, viniendo, vestido con pantaloncito de fútbol y la camiseta de San Lorenzo, tenía la mirada clara, profunda, soñadora con hacer el gol de la victoria unos minutos antes de que el silbato del árbitro sonase. Sus labios tenían charlas de chicas, de partidos antológicos, de materias de la facultad, del cansancio de su trabajo de medio tiempo. Por momentos se volvía insoportable. Un nene de papá que sacaba a relucir su belleza y el auto prestado para buscar diversión en las noches sabatinas. Habían hablado por casualidad, de política o del clima, daba lo mismo. A Marina le latía el corazón, le sudaban las manos, costaba disimular aquello, era una buena luchadora, así que lo lograba.
Una noche de lluvia, donde la ciudad se inundaba, en la que los más insultados eran tanto San Pedro y el mismísimo alcalde, cuando había que cruzar las calles a nado, y aparecían gondoleros improvisados, se encontraron encerrados en el ascensor por un corte de luz. Marina tenía pánico. En su mente regresaban las penitencias que le daba su padre para corregirla, para hacerla un hombre de bien que no avergonzase a la familia, la encerraba en el galponcito de la casa, a oscuras, sin agua, ni pan, donde se helaba en invierno y se deshidrataba en verano, una vez que lo descubrió con un vestido largo azul, después de los cintazos, la dejó encerrada por dos días, salió medio desfallecida, pero siguió jugando con vestidos, solo que, desde entonces, empezó a tomar más recaudos. Facundo le sonrió. Trataba de consolarla. La invitó a sentarse en el suelo a comer unas galletitas que tenía en la mochila, a beber agua que traía del gimnasio. Esta vez se dijeron los nombres completos. Los signos del zodíaco. Hablaron de cantantes. De recetas que hacían sus respectivas madres. Se sonrieron con las bocas, con los ojos, con las pieles. Se besaron mientras la ciudad se tapaba de agua y en los noticieros se mostraban escenas que parecían de película de ciencia ficción. Era tan fácil soñar con el noviazgo clásico. Sentarse en paradores de comidas rápidas. Caminar por Florida oyendo la babel de turistas. Enviarse mensajes por los celulares para tener conciencia de que el otro seguía con vida, que estaba en algún punto de la misma ciudad, haciendo lo que la rutina mandaba, esperando el momento del reencuentro. Todo esto pensó Marina mientras sus labios se despegaban de los de Facundo, en el mismo momento que los bomberos agujereaban la cabina del ascensor para liberarlos. Fue la hora en que los hechizos dejaban de ser tales, fue como descubrirle el secreto al mago que nos ha tenido por horas expectantes por su trucos y engaños. Los hombres les preguntaban si estaban bien. Se excusaban por la demora. Todo era razonable, a la ciudad solo le faltaba un Noé con su arca para que el diluvio fuera perfecto. Los dos volvieron a ser vecinos, salvo que Marina todavía no se había dado cuenta, subía los peldaños viéndole la espalda a ese hombre en construcción que, antes de despedirse, le dijo que mantuvieran en secreto lo del beso, que estaban los pibes, se refería a sus amigos, a sus opiniones. Lo miraba. Buscaba una explicación para ese fenómeno, cómo se podía ser tan dulce y tan cruel poco tiempo después. Se hizo la superada, por orgullo, le sonrió con sus labios bien rojos con el que le había manchados los suyos, en el fondo era una buena perdedora. Desde ese día estuvo triste. Enojada por ilusa. Deseosa de tenerse lástima. Eso duró hasta una mañana que tuvo que teñirle el pelo a una señora mayor que apenas se podía mover. Que no dejaba de mencionar que quería quedar hermosa, que tenía una cita impostergable. La sorprendió diciéndole: “Qué carita más triste querida”. Eso le hizo arrancar una sonrisa, la dama continuó diciéndole que había vivido mucho, si algo le había enseñado la vida era que el desamor no dura mucho. “Duele y pasa con el tiempo, solo hay que saborearlo como un jarabe que, ¡sí!, es amargo, querida, pero nos hace más fuerte”. Ahí la anciana pasó a ser algo así como un hada madrina. Le hizo volver la alegría. Los dientes de Marina afloraron. Cuando terminó el trabajo, la señora, sin dejar de mirarse en el espejo, de tocarse los cabellos recién coloreados, le comentó que ese día era su aniversario de casada, que había comprado rosas para la tumba de su marido, que era el primer aniversario que pasaban en dos mundos diferentes y que, sin duda, su amado la iba a estar viendo, que deseaba que la encontrara linda como solía ponerse para esa fecha. Marina la besó. Fue su forma de agradecerle, la acompañó hasta el taxi que la estaba esperando en la puerta. La ayudó a subir. “Pensá en lo que te dije”; le dijo la dama en forma de despedida. Se quedó viendo al auto, hasta que desapareció al doblar la esquina. Tenía un suspiro atragantado. Cuando estaba por entrar alguien la nombró. Era una voz familiar.
-Marina, no…, no me importa nada lo que piensen.
Costaba que siguiera hablando, estaba de saco y corbata, parecía un payaso que desentonaba en la corografía circense, el joven continuó:
-Solo quería saber… si puedo intentar…
¿Qué cosa? ¿Quererme? Pensó que eran las palabras que le faltaban a la pregunta. El muchacho no las pronunció. Permaneció en silencio, era la única forma que tenía para suplicar.
-Buen día, señor vecino-, saludó Marina y le narró la anécdota de la anciana.
Facundo la oía, le sonreía, cuando terminó de contarle todo con lujos de detalles y agregados que invitaban a sentir mayor sensibilidad; muy suelto de cuerpo, le dijo que esa señora era su abuela, que a pesar de sus muchos años amasaba ravioles y los servía con salsa boloñesa, que si ella aceptaba los espera el domingo a almorzar. Cómo iba a decirle que no, aunque se lo merecía, ahora Marina ya no era una polilla que iba hacia la lumbre, hacia el matadero, ahora era una que retozaba feliz en una mañana radiante de luz, la misma en la que Facundo se había vuelto hombre.


simonbetarte©2012

domingo, 12 de febrero de 2012

colonia


I

En la luz de sol te guardo,
una estampa de monotonía,
así eras para mí,
una tierra llamada Colonia,
el lugar donde nací,
uno más de tus muchos pobres,
otra de la víctimas de tu carnicería,
años de color sepia
y muertos sin tumbas,
eras así,
para qué mentirnos,

II

vi tus horizontes
y escuché el fado de la libertad,
lo guardaba en mi mano pequeña,
lo lanzaba al viento
para que se volviera gaviota
y, naufragara sobre la cresta de las olas
de ese río que algún día se cansará
de verte tan conservadora,
incapaz de ver los hombres que te han hecho,
otros pobres de patrias lejanas
que buscaban un sitio donde se pudiera
llenar los platos en la mesa,

III

alcáncenme otro trago,
tengo a Colonia en la mente,
y duele como el adiós de un amante,
acá me mataron la inocencia,
me lanzaron a la vida
para que buscara la forma de salvarme,
allí, los granos de arena
que dibujan médanos,
los árboles llevando los chismes del tedio,
la abulia quieta en sus calles
donde danzan los sueños de un niño
que te ha sobrevivido para que aborrezcas
la poesía que te escribe,

IV

hay veces en que me detengo a pensar,
a verte en fotos y recuerdo que te amo,
es por eso que me dueles tanto
cada vez que te apareces
adentro de mis pensamientos,
en la luz de sol te guardo
y alguna vez te perdono,
no eras más que otro punto
de la crueldad de este mundo.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Decir adiós en febrero



“Vamos pequeña –se empezó diciendo-. No mires atrás. No lo hagas”.
Eran las tres de la tarde. Febrero. Desde las ramas las chicharras cantaban su celo. El sol de verano caía casi a plomo, se deslizaba desde el cenit, brillaba, blanco, sobre la calle recubierta de pequeños caparazones rotos, sus pies los pisaban, primero uno, después el otro. Sus brazos se balanceaban, rozaban sus caderas. Llevaba la mirada hacia adelante, viendo sin mirar, solo para poder sortear los obstáculos. Su mente, en cambio, repetía escenas de un carnaval lejano, con las cosas clásicas de esas fiestas en la costa oriental, el tizne negro sobre la piel, pálida, europea, era como jugar a ser negros descendientes de esclavos haciendo sonar tambores, pariendo murga, estribillos, la protesta soterrada en metáforas para que los carceleros, apenas, entiendan. Lo recordaba hermoso, moviendo el cuerpo dentro de pantalones grotescos, de una camisa multicolor, con la cara con el maquillaje corrido por el sudor, hasta le brillaban, en los ojos, todas las lamparitas de colores que pendían de los cables al costado de la calle, fue la primera vez que lo vio. Ella terminaba de ser una niña, así de frágil, así de hermosa, él ya era un hombre a punto de madurar, tenía todo, fue imposible no enamorarse, ideales, romanticismos, sueños que eran como juncos apretados entre los médanos y el río, pobreza que intentaba mitigar hilando en la fábrica de tejidos. Era dueño del timbre de voz justo para pronunciar su nombre, Marta.
“Vamos pequeña –continuó diciéndose-. Seguí caminando, ya no pienses, ya no llores”.
Los vecinos la veían pasar, también la habían contemplado en ese carnaval, bailando, haciendo desplazar el deseo a través del aire que la rodeaba. Ustedes saben lo que se habla, en los poblados de provincia, de las niñas lindas. Marta no era la excepción. Eran otros tiempos, no te dejaban madurar, ni disfrutar del proceso. Solo la encerraban en los malos ejemplos. Esos que se le recitan a las hijas para que sean buenas. “Jamás beses a un hombre que tiene veinticinco cuando, apenas, tienes quince”, eso decían, querían aleccionar a las castas princesas pueblerinas, luego acotaban, que, mucho menos, si era con un comunista confeso, aunque no sabían, si, serlo, era bueno o malo. No eran tontos, sabían que existía el peligro, una hoz y un martillo, prestos a destruir este mundo perfecto de ricos y pobres, de curas y del vulgo orando en las misas, de austeridad de un lugar con siestas horribles y sauces mansos que acariciaban las arenas con sus ramas. A Marta no le importó, quizás, no pudo pensarlo, se volvió su compañera, como él le decía. Pasó de niña a mujer sin dejar nada en el medio. Quedó embarazada una primera, una segunda, una tercera vez, que fue la última, al menos, con el muchacho de ideas bien definidas. Seguía caminando, lo hacía lento. Había momentos que dudaba. Pensaba desandar los pasos. Después se convencía de que era fuerte, que ya no importaba, que iba a ser mas fácil, era cuestión de dejar correr el tiempo, capaz en unos meses, en unos años, podía olvidarlo, se equivocaba.
Marta aún está viva y lo sigue recordando, le vuelven las escenas, una tras otra, el ruido de la tarde se le transforma en un murmullo que no se apaga, le dice que vivió muy rápido, que enviudó muy joven, que vio a su hombre dentro de un cajón cerrado, entrando en una fosa hecha en la tierra de caparazones destrozados. Que lloró doblada mientras su último hijo sorbía de uno de sus senos. Ese bebé que nació un día de mayo, que lo llamó con su marido le había pedido, al que solo pudo ver por unos pocos días. Marta todavía lo piensa cuando se queda callada, cuando se mira en un espejo donde se vuelve más joven, se ve alejando en una tarde de siesta, pensando que, después, de acomodar al niño débil y enfermo, pensó en decirle: “Adiós, Simón”. No pudo, solo decidió alejarse y tratar de olvidarlo.
“Vamos pequeña es cuestión de darse vuelta y simplemente decirlo, simplemente gritarlo”.

viernes, 20 de enero de 2012

Noches de miércoles



Lo que les voy a contar empezó a suceder en una noche de miércoles, en octubre, con la primavera abriendo flores en los balcones, ensayando los calores de verano, había luna llena, enorme, se respiraba la misma desesperación que experimentan los depredadores cuando están famélicos, la vida de éstos, no es fácil, es por eso que son crueles.
Pensemos en un hombre, joven, morocho, más o menos guapo, saliendo de su oficina, tan contento como un can que birla la soga que lo amarra. Caminar hasta el estacionamiento. Subirse a su auto, encenderlo. Verse en el espejo, devorarse con sus ojos negros, tener la sensación que estaba contemplando a un extraño. Un desconocido a punto hacer rodar las ruedas de su vehículo. Pensó que su departamento era un desastre. Que había una pila de camisas para planchar. Que sus pocas plantas estaban en una sequia permanente, que Candela lo seguiría viendo desde el portarretrato que tenía sobre la mesa ratona. Justo en el lugar donde dejaba las llaves del auto, la billetera, pensaba que su exmujer le cuidaría las cosas. Le haría recordar que estaban allí, esperándolo. Le diría que los pantalones pinzados claros le quedaban bien con camisas oscuras, que era mejor dejar sombra de barba sobre los pómulos, que eso le daba un aire de fuerza viril. Era cierto que Candela estaba en una foto, mirándolo con sus ojos azules, pero también era una extraña, alguien que se había quedado en el pasado, en el nerviosismo por verse, por esperarse, por la alegría de encontrarse cuando las agujas marcaban la hora adecuada en el cuadrante. La mujer de la foto era tan rara como él mismo, sentado en el auto sin saber qué hacer. Encendió la música, suave, melancólica, con acordes que golpeaban los oídos. Dio vueltas, se detuvo en semáforos, vio personas, alegres, tristes, apuradas, nerviosas, perros burgueses con correas caminando despreocupadamente, orinando en las aceras, olfateando rastros de amores caninos.
Pongámosle un nombre, podría ser, Pedro, Diego o Lautaro, coincidan conmigo que este último le va mejor, desde ahora, será Lautaro, un niño perdido dentro de un hombre o, al revés, un adulto queriendo salir del capullo. Siguió andando. Las ciudades siempre son iguales, las grandes sobre todo, un deleite para insomnes, para desdichados que buscan despejos, cartones, sueños, monedas, de putas paradas en esquinas desoladas esperando clientes, a gatos maullando sobre las cornisas. No tuvo noción del tiempo, sabemos que es relativo como dice alguien en los libros de teorías ilegibles, las más de las veces se parece a una constante que nos arrasa, un tsumani, en un hermoso día de playa, que nos ahoga sin que lo advirtamos. Era noche cerrada, lejos del centro, cerca de las vías de un tren que llegaba a alguna parte, un lugar que no aparece en postales, un reducto donde se supone pasan cosas feas, malandras, gente carcomida por el vicio, asesinos en serie y sensacionalismos así para el noticiero comedido de las nueve de la noche. Estacionó. Bajó. Encendió el enésimo cigarrillo del día. Estaba cansado. Entró al bar. Había música, se oía el murmullo, el ruido de las botellas, charlas de personas, hasta el silencio se podía escuchar. Se percibían miradas, de esas que parecen sondear más allá del aspecto de uno, era nuevo en el lugar, jamás lo habían visto, de alguna manera tenía que pagar el derecho de piso. Se sentó junto a una ventana. Se armó de paciencia para que viniera el mozo, un muchacho con pocas ganas de trabajar, con modales despectivos, con una lapicera mascada, un anotador machado de grasa o mozzarella de las pizzas que alguno de los demás parroquianos masticaban. Pidió una cerveza. Le importaba poco que le hicieran una prueba de alcoholemia en el camino de regreso. Empezó a beber. Tranquilo, tratando de poner la mente en blanco. Por un momento creyó que, en su hogar, las camisas se estaban planchando solas. Que una nube pequeña hacía llover sobre las plantas. Que la computadora de la oficina se encendía, y el cursor llenaba los espacios en blancos, que los balances cerraban, que no había necesidad de revisarlos cincuenta veces, que no existían errores de otros sectores, que todo era perfecto, que la ciudad era un paraíso, sin embotellamientos, sin protestas, sin enojos, que los laburantes llegaban a horarios, que los enamorados se encontraban, que la luna brillaba sobre el río. Iba por el segundo vaso. Sus manos agarraban los maníes, se los llevaba a la boca, sus labios olían a cerveza, a tabaco. Fue justo ahí cuando advirtió su presencia. Bebía también. Su vaso se manchaba de labial rojo. Tenía la mirada apagada, parecía estar buscando algo que se había perdido sobre la mesa gastada de tanto uso. Sus cabellos castaños caían como una cascada. Volvió a delirar. Creyó que la mujer era su espejo femenino, un ser tan desesperado como él. Había escapado también de algo. Lautaro podía suponerlo. Algún problema que se parecía a una noria que giraba sin poder sacar agua, algún amor no correspondido o perdido. Podríamos ponerle un nombre, se me ocurre Alfonsina igual que la poetisa, tan triste, desesperada por caminar sobre la arena hasta las fauces frías del océano. Lautaro se la quedó mirando, Alfonsina, en cambio ni se enteró de su presencia, solo que quería terminar su cerveza y contener las lágrimas justo cuando empezó aquella canción de Gilda, siempre la hacia vibrar como una hoja en el viento, tal vez abría una rendija por donde se podía escapar toda la melancolía, esas costumbres que tiene la mente para que los sentimientos dañinos no se vuelvan ponzoña adentro.
El miércoles que siguió fue igual, salvo que ya no había luna llena y un poco más de calor. Como en un ritual, Lautaro volvió a la misma hora, se sentó en el mismo lugar junto a la ventana, Alfonsina parecía que lo estaba esperando, sentada también en el mismo lugar, esta vez ocurrió el milagro, en una fracción de segundos las pupilas negras y las castañas se entrelazaron, trataron de esquivarse las miradas, la masculina volvió al vaso, al paquete de cigarrillos, la femenina algo que no podía encontrar en la superficie de la mesa. Pero era astuta, simulaba estar interesada en lo que pasaba detrás del cristal de la ventana, autos, la desolación nocturna de un día de entresemana. Se sonreía. Se enrojecía. Al caballero le pasaba lo mismo, simulaba buscar al mozo para pedirle algo que tardaría media hora en traerle, o que anotaría con ganas de decirle que ya era hora de que se fuera, que le hartaban los alcohólicos.
Fueron muchos miércoles, tantos, que se hizo verano, con calor insoportable, con la corriente de la niña volviendo seco el suelo de asfalto de la ciudad, parecía que no se cansaban de mirarse, ya al final no tenían ganas de disimularlas, es más perdían mucho tiempo en aquella acción, no importaba que las cervezas se volvieran caldos intomables dentro de los vasos. Alfonsina miraba hacia la ventana. Lautaro como buscando al empleado del bar que por suerte nunca llegaba.
Ocurrió que el miércoles antes de navidad dejaron de venir. Sus mesas estaban vacías, como sucede siempre, nadie los echó de menos, los bares como esos viven de los desesperados, las grandes ciudades los tienen por montones, lo triste del caso es que jamás repararon en alguien que los observaba, con esa misma desesperación que tienen los depredadores, un ser solitario sentado cerca de la barra, que los imaginó hablándose afuera, justo en el momento que el miércoles se volvía jueves, que ella le contaba que estaba cansada de ser bonita, que los hombres no se tomaban cinco minutos para escucharle los miedos, sus recetas de cocina, los anhelos que guardaba, que añoraba ser fea, no ser despampanante, que todos la vieran como una muñequita, que él le decía que se robaba cosas de los supermercados, pavadas que no usaba, que estaba cansado de hablar de fútbol, que de hecho no le importaba, que un día quería romper la oficina, entrar violentamente al despacho del gerente y asesinarlo, que lo hacía en sueños, que no tenía culpa, que sentía un placer maravilloso por pensar esas cosas. Quiero suponer que después de desandar todas las penas, se amaron toda la noche, se dijeron los nombres y nunca más se vieron en una noche de miércoles, sino, en todas las demás noches de la semana, deseo que haya pasado eso, porque jamás se los volvió a ver en ese bar junto a las vías de un tren que, seguramente, lleva a alguna parte.