viernes, 9 de agosto de 2013

Pulpa Picada

Era junio, se había acabado la leña para la estufa, tampoco había dinero para el kerosén que alimentaba el calentador. Quedaba poco dinero en los bolsillos. Pero bajo las mantas se estaba bien, al menos, el cuerpo podía descansar, soñar con conseguir un trabajo, un changa como consuelo. El destino no podía ser tan ingrato con ese hombre. Treinta y tres años, una mujer, tres hijos, el menor tenía un mes, dormía en una cuna que un compañero le había regalado. Al día siguiente pensaba comprar un puñado de pulpa picada, para que Maite hiciera un guiso caliente de arroz. Los quería. Anhelaba mantenerlos. Eran momentos difíciles. No había tiempo para lamentarse, los zorros no tienen ese privilegio cuando son perseguidos por una jauría de perros azuzados por una horda de hombres. Se entregó al sueño. Cada tanto estiraba el brazo. Maite no estaba. La imaginaba sentada, arropada con una cubija, teniendo el bebé en brazos y dándole de mamar. Era extraño, podía jurarse que estaba dormido, en cambio, podía ver la escena como si estuviera parado enfrente. Hasta creía que estaba sonriendo. Sentía ternura, para qué otra cosa sirven los hombres que se vuelven padres, al menos, en esos primeros meses. Sus ojos se llenaban de dudas. El futuro había muerto cuando lo habían echado de la fábrica. Solo había quedado el día a día. Amistades que se habían vuelto peligrosas. Caras que se habían evaporado. Cosas que podían pasar, que no estaban en los cálculos. Solía acercarse a la cuna. Leonel dormía, el nombre era la única herencia que le había podido traspasar, el mismo nombre de su abuelo, las otras cosas vendrían después, ideales, el sueño de un mundo mejor, el bebé parecía comprenderlo, movía sus ojitos, se le sonrojaban sus cachetes blancos. Sus otras dos hijas estaban allí, la más grande jugaba con una muñeca, la sentaba en una silla, le hablaba, le decía que había que esconderse, que había personas que las buscaban, que en ese lugar y en esa silla estaban a salvo, su otra hija, más pequeña, gateaba, se sentaba, lo miraba con ternura, lo llamaba papá, no tenía tanta edad como para tener celos porque su padre contemplaba a su hermano en la cuna. Maite hervía papas. Hacía varios días que ese era el menú para el almuerzo. Pero, al día siguiente, habría un puñado de pulpa para hacer un guiso caliente de arroz, sería como una fiesta. Después de los mates iba a caminar hasta la carnecería de los Vanglerk. Se impresionaría con la helada, todo el pasto escarchado brotando del suelo arenoso. Sentiría la brisa pesada entrando desde la bahía, vería el sol holgazán, incapaz de calentar las partes descubiertas de piel, las de la cara casi oculta por el gorro de lana, las de las manos emergiendo, casi tullidas, de las mangas. Pero estaba en su reducto egoísta. Tibio, seguro bajo las frazadas. La casa en silencio, solo interrumpido por las pisadas de Maite volviendo a la cama, y el ruido del río, ronroneando como un gato haciendo de los juncos su lecho, también descansando, hasta que las aguas se volviese rosadas por el amanecer…

Después de los mates, de frotarse las manos para entibiárselas, de ver a sus niñas que todavía dormían, de contemplar a su bebé retozando en la cuna, le dijo a su mujer que en un rato volvía, que no debía preocuparse. Ya se habían acostumbrado a decirse las cosas en secreto. Siempre se daban un beso. A veces parecía que sería el último. No importaba. Eran jóvenes, tenían licencia para el romanticismo extremo, el que coquetea con la tragedia, eso pasaba siempre que tenía que despedirse. Se puso el gorro y salió. Saludó a algún vecino que, también, había salido temprano para comprobar los grados que decía, la radio, que había en ese día de junio. En su bolsillo llevaba los billetes y algunas monedas para comprar lo necesario para el almuerzo de ese día, en el otro, llevaba la carta que debía entregarle a Rosales, debían encontrarse en la plaza, junto a la banca que miraba a la iglesia y le daba la espalda a la estatua de Artigas. Extrañaba la calidez de la cama. Tal vez, todavía, seguía durmiendo. Quizás todo se estaba desarrollando en su mente vencida por preocupaciones. Los hechos semejaban ser una pesadilla. El primer golpe le quitó la respiración. Después vino la sangre que saboreó su saliva. Las manos, muchas, todas juntas. Las había tenido tantas veces, muchos le habían hecho aquellos cuentos, el gordo Gómez que había logrado huir en un descuido de los captores. “No se preocupen”, quería gritar tan fuerte que su mujer e hijos lo pudieran escuchar, aunque no lo entendiera ese cachorro que enredaba las piernas con los pañales. Pensaba que Maite le diría que Leonel estaba enfermo que, desde que él se había ido, estaba nervioso, que no paraba de llorar, que quizás estaba incubando alguna enfermedad, es que los bebés son tan frágiles. Pero no había que preocuparse. De seguro no había amanecido todavía. Todos descansaban, esperaban que la luz del sol entrara por la ventana que miraba al este. Esa era la señal de que la esperanza empezaba como una promesa que servía para seguir viviendo, le pareció que estaba volviendo, caminando a media mañana, con una bolsa con la pulpa picada y unos huesos que le habían regalado. Pero el cuerpo dolía. Era un esfuerzo sobrehumano llenar los pulmones con aire fresco. Pensó que tenía suerte que fuera un día de junio. Parecía que el frío le calmaba los ardores de las quemaduras que le habían aparecido en medio del mal sueño, que lo había cubierto con llagas que dejaban la carne al descubierto. “Ahora, vas a decir todo”. Le gritaba el polaco Ramírez. Le decían así por su cara blanca, sus cabellos ralos, rubios, que le caían sobre la cara, era su forma de ocultar su temprana calvicie. Inmóvil, lo miraba. Manejaba los cables. Eran negros, gruesos. Por un momento pensó que era una venganza, por algún partido de fútbol dominguero, en la playa, cuando casi lo quebró al sacarle la pelota. En ese momento le hubiera dicho que, habían sido cosas de jóvenes adolescentes, que no tienen más interés que impresionar gurisas… Hermosas mujeres, de caderas estrechas, de labios húmedos que hacían que los nombres de esos muchachos sonasen tan lindos. La lengua no podía moverse, estaba apresada entre el paladar y los dientes; las cuerdas vocales estallaban, se convulsionaban como dicen que lo hace la tierra en los grandes terremotos. Por más que quisiera no podía inventar nuevas formas de expresar los dolores. Ocurre que, a veces, los idiomas se tornan insuficientes. No podía responder. Ya había inventado las respuestas, las había vomitado cuando un puntapié le vació el estómago, en el momento que quería decirles que se fueran, que salieran debajo de las frazadas, que abandonaran las almohadas, que quería estirar la mano y poder tocar a Maite, otra vez, buscarle el cuerpo de madre reciente, cansado, friolento, hambriento, que necesitaba su consuelo, que precisaba que se quedaron hablando como otras veces de esos planes, el colegio de los niños, la casa, todas las comidas del día, de la vejez, sí, de eso también, de los huesos vencidos por retener tiempo adentro, ver a los hijos crecidos, con todos los proyectos que tenían vedados para ellos. Qué hermosa quimera hubiera resultado la libertad de soñar cosas bonitas. Y no con estos hombres, con sus manos, sus pies, sus cables, con las preguntas por fulano, por mengano, por la carta estrujada manchada de sangre sobre una mesa, el papel oficiaba de testigo, pero no podía intervenir, solo seguía ahí devenido en cómplice del martirio, después volvía a aparecer la cara de Leonel, sus ojos llenos de vida, tan marrones, mansos, haciéndolo imágenes. Pensaba que sería un placer enorme descubrir lo que pensaba su pequeña mente. Sería algo sumamente grato que hacía que sus labios se dilataran y se abrieran en una sonrisa sonora. Ese sonido era un bálsamo, borraba todo, deshacía las sombras, el papel sobre la mesa, el olor a carne quemada, los puñetazos de esos hombres, sus voces dando gritos, insultando… Todo se volvía paz otra vez, resurgía la tranquilidad de la cama caliente, era como el atardecer de verano, tirado sobre la hierba y el sol entrando sobre occidente, llevándose las cosas vividas, ahogándolas en el río; todas, la cuna de Leonel, la muñeca de su hija mayor sentada, escondida del peligro en una silla, la del medio riéndose, tirándole de la pierna izquierda del pantalón, las manos de Maite cortando la cebolla para hacer un guiso con la carne picada, por eso tenía lágrimas en los ojos. El bebé no parecía enfermo, parecía estar en trance igual que los poetas antes de alinear las palabras, era demasiado triste que pensara que con solo un mes se había convertido en huérfano, igual que sus dos hermanas, que jamás había vuelto esa mañana, que había sido un muerto afortunado de tener una tumba en el pueblo, lejos de la bahía barrida por los fríos de junio, y no un cadáver que se sigue buscando para ponerle las mejores flores humedecidas por el rocío, ese honor que se le hace a los seres que se han querido.                                                                                                                                                                                                                               simonbetarte©