domingo, 4 de marzo de 2012

Rojo Fuerte



Las luces de esta ciudad lo encandilaron. Parecía una polilla triste volando hacia el foco incandescente que se vuelve matadero. Llenó bolsos. Como despedida oteó la habitación pobre. Lamentó abandonar el oso de peluche que seguía sentado en la cabecera de la cama. Semejaba mirarlo, era conmovedor, ese artículo inerte era lo más parecido a la ternura que había tenido.
Antes de salir se pintó los labios. Rojo fuerte, intenso, parecían dos frutillas, se abrían, se cerraban, se sacó una foto, parecían las boquitas pintadas que soñó Puig.
En una madrugada fría llegó a Retiro. Caminó la estación como una diva. Arrastró su equipaje hasta una sucia pensión que había reservado. El descanso lo aguardó en una cama pequeña con un colchón incómodo. Sus ojos se abrieron a las siete en punto, justo a la hora en que su antigua familia tuvo tiempo para notar su ausencia. Se los había advertido tantas veces, había encontrado las formas para comunicarles que era una mariposa díscola que necesitaba libertad, las grandes ciudades sirven para eso, para diluirse en el anonimato, no importa quién es uno, las anatomías se vuelven parte del decorado urbano.
Su antiguo nombre había quedado en el pueblo, lo pronunciaban sus parientes, los vecinos agregaban adjetivos a su desaparición. No duró mucho, pronto se olvidaron de pedir señas de Sergio, el muchacho diferente, para el que no había golpes que pudieron corregirlo, decían todos sin dejar de lamentarse, no por el pobre pibe solo a su suerte, sino, por la sed de otro destino que siempre había manifestado, ni siquiera se tomaban cinco segundos para pensarlo tan tierno, parado, en una esquina, rodeados por autos con conductores lascivos, prestos para sacar de sus billeteras billetes sucios para comprar fantasías, todas las que pudieran sacar de ese cuerpo, a veces tan infantil, en otras tan adulto con un bagaje de muchas vidas vividas, una sobre otra como eras geológicas amontonadas en las rocas. Sus antiguos vecinos engordaban sus propias morbosidades, muchos liberaban cosas que siempre buscaron hacer y jamás se animaron. Las castas pueblerinas eran las peores. Pero el otrora Sergio los engañaba a todos, sí era cierto que tenía la boca pintada. Las uñas esculpidas, que imitaba el andar de una gacela por las veredas porteñas, que pedía las cosas como un susurro, jamás se lo imaginarían con aquel delantal blanco, con sus trenzas teñidas de rubio, sus manos armadas con tijeras y peines, cortaba, peinaba caballeras de mujeres burguesas que esperaban que, sus maridos, tuvieran cinco minutos para verlas más lindas que la última vez, muchas les contaban sus problemas, le hablaban de sus novios, de sus queridos, los hombres se volvían en aquel reducto un tiro al blanco, había que acertar, por muy bueno o por muy malo, por el descuido de dejar indicios de amantes de oficinas o, de viejas amigas aparecidas de repente; sus clientas aprendieron a quererla, todos los que la conocieran, no podía dejar de sentir afecto por esa persona que se había convertido en una muchacha tan afable. Así que cuando descubrieron que sus ojos marrones y pequeños no brillaban como antes, que la sonrisa se le había vuelto una mueca, cuando parecía que sus orejas no podían escuchar problemas, las clientas empezaron a preguntarse qué le pasaba, como si las travestis no pudieran estar tristes, Marina era reservada, parecía tener la vida mucho mejor de cuando había llegado a la ciudad, ya no vivía hacinada con otros soñadores recién llegados, ahora compartía un departamento pequeño con una amiga, iba al cine, podía comprarse ropa, hasta se reunía con activistas que peleaban por los derechos civiles. También tenía un oso enorme de peluche sentado en una silla que le hacía recordar al que estaba en casa de sus padres. Marina no soltaba prenda sobre sus penas, prefería permanecer parca…
Tenía la inocencia justa, el límite exacto entre la adolescencia que se rinde mansa a la adultez. Tenía una voz suave que pronunciaba las palabras con energía; manos grandes, huesudas, que manipulaban las cosas con torpeza. Era irresistible verlo en algunas tardes, viniendo, vestido con pantaloncito de fútbol y la camiseta de San Lorenzo, tenía la mirada clara, profunda, soñadora con hacer el gol de la victoria unos minutos antes de que el silbato del árbitro sonase. Sus labios tenían charlas de chicas, de partidos antológicos, de materias de la facultad, del cansancio de su trabajo de medio tiempo. Por momentos se volvía insoportable. Un nene de papá que sacaba a relucir su belleza y el auto prestado para buscar diversión en las noches sabatinas. Habían hablado por casualidad, de política o del clima, daba lo mismo. A Marina le latía el corazón, le sudaban las manos, costaba disimular aquello, era una buena luchadora, así que lo lograba.
Una noche de lluvia, donde la ciudad se inundaba, en la que los más insultados eran tanto San Pedro y el mismísimo alcalde, cuando había que cruzar las calles a nado, y aparecían gondoleros improvisados, se encontraron encerrados en el ascensor por un corte de luz. Marina tenía pánico. En su mente regresaban las penitencias que le daba su padre para corregirla, para hacerla un hombre de bien que no avergonzase a la familia, la encerraba en el galponcito de la casa, a oscuras, sin agua, ni pan, donde se helaba en invierno y se deshidrataba en verano, una vez que lo descubrió con un vestido largo azul, después de los cintazos, la dejó encerrada por dos días, salió medio desfallecida, pero siguió jugando con vestidos, solo que, desde entonces, empezó a tomar más recaudos. Facundo le sonrió. Trataba de consolarla. La invitó a sentarse en el suelo a comer unas galletitas que tenía en la mochila, a beber agua que traía del gimnasio. Esta vez se dijeron los nombres completos. Los signos del zodíaco. Hablaron de cantantes. De recetas que hacían sus respectivas madres. Se sonrieron con las bocas, con los ojos, con las pieles. Se besaron mientras la ciudad se tapaba de agua y en los noticieros se mostraban escenas que parecían de película de ciencia ficción. Era tan fácil soñar con el noviazgo clásico. Sentarse en paradores de comidas rápidas. Caminar por Florida oyendo la babel de turistas. Enviarse mensajes por los celulares para tener conciencia de que el otro seguía con vida, que estaba en algún punto de la misma ciudad, haciendo lo que la rutina mandaba, esperando el momento del reencuentro. Todo esto pensó Marina mientras sus labios se despegaban de los de Facundo, en el mismo momento que los bomberos agujereaban la cabina del ascensor para liberarlos. Fue la hora en que los hechizos dejaban de ser tales, fue como descubrirle el secreto al mago que nos ha tenido por horas expectantes por su trucos y engaños. Los hombres les preguntaban si estaban bien. Se excusaban por la demora. Todo era razonable, a la ciudad solo le faltaba un Noé con su arca para que el diluvio fuera perfecto. Los dos volvieron a ser vecinos, salvo que Marina todavía no se había dado cuenta, subía los peldaños viéndole la espalda a ese hombre en construcción que, antes de despedirse, le dijo que mantuvieran en secreto lo del beso, que estaban los pibes, se refería a sus amigos, a sus opiniones. Lo miraba. Buscaba una explicación para ese fenómeno, cómo se podía ser tan dulce y tan cruel poco tiempo después. Se hizo la superada, por orgullo, le sonrió con sus labios bien rojos con el que le había manchados los suyos, en el fondo era una buena perdedora. Desde ese día estuvo triste. Enojada por ilusa. Deseosa de tenerse lástima. Eso duró hasta una mañana que tuvo que teñirle el pelo a una señora mayor que apenas se podía mover. Que no dejaba de mencionar que quería quedar hermosa, que tenía una cita impostergable. La sorprendió diciéndole: “Qué carita más triste querida”. Eso le hizo arrancar una sonrisa, la dama continuó diciéndole que había vivido mucho, si algo le había enseñado la vida era que el desamor no dura mucho. “Duele y pasa con el tiempo, solo hay que saborearlo como un jarabe que, ¡sí!, es amargo, querida, pero nos hace más fuerte”. Ahí la anciana pasó a ser algo así como un hada madrina. Le hizo volver la alegría. Los dientes de Marina afloraron. Cuando terminó el trabajo, la señora, sin dejar de mirarse en el espejo, de tocarse los cabellos recién coloreados, le comentó que ese día era su aniversario de casada, que había comprado rosas para la tumba de su marido, que era el primer aniversario que pasaban en dos mundos diferentes y que, sin duda, su amado la iba a estar viendo, que deseaba que la encontrara linda como solía ponerse para esa fecha. Marina la besó. Fue su forma de agradecerle, la acompañó hasta el taxi que la estaba esperando en la puerta. La ayudó a subir. “Pensá en lo que te dije”; le dijo la dama en forma de despedida. Se quedó viendo al auto, hasta que desapareció al doblar la esquina. Tenía un suspiro atragantado. Cuando estaba por entrar alguien la nombró. Era una voz familiar.
-Marina, no…, no me importa nada lo que piensen.
Costaba que siguiera hablando, estaba de saco y corbata, parecía un payaso que desentonaba en la corografía circense, el joven continuó:
-Solo quería saber… si puedo intentar…
¿Qué cosa? ¿Quererme? Pensó que eran las palabras que le faltaban a la pregunta. El muchacho no las pronunció. Permaneció en silencio, era la única forma que tenía para suplicar.
-Buen día, señor vecino-, saludó Marina y le narró la anécdota de la anciana.
Facundo la oía, le sonreía, cuando terminó de contarle todo con lujos de detalles y agregados que invitaban a sentir mayor sensibilidad; muy suelto de cuerpo, le dijo que esa señora era su abuela, que a pesar de sus muchos años amasaba ravioles y los servía con salsa boloñesa, que si ella aceptaba los espera el domingo a almorzar. Cómo iba a decirle que no, aunque se lo merecía, ahora Marina ya no era una polilla que iba hacia la lumbre, hacia el matadero, ahora era una que retozaba feliz en una mañana radiante de luz, la misma en la que Facundo se había vuelto hombre.


simonbetarte©2012

5 comentarios:

  1. me hace acordar a una novela de corin tellado, se deja llevar al final, mari de merlo

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  2. me gustó, es cierto el final se lo ve venir, pero muy buena la forma de llegar, Antoin de Palermo

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  3. bueno, bueno, alcanza para reflejarnos a muchos trans en ese camino, gracias por darle ese toque cuento de hadas, todas soñamos un final asi de lindo, alma c, constitución

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  4. Un tema complicado pero bien tratado. El relato es ágil, tal vez los giros demasiado rápidos, que hay que detenerse y volver a leer para saber quién es el que está hablando o de quién se está hablando, pero también eso le da un gusto especial. Y el final "feliz" tal vez no sea lo más común...

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  5. Me ha gustado mucho,que lindo pensar que esto pueda suceder y que todas las personas puedan ser felices,independientemente de su sexo..Un saludo.

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