martes, 11 de diciembre de 2012

Debería llamarte Soledad


Esta historia la he visto tantas veces, cuando era pequeño, en la televisión en blanco y negro, con heroínas como vos, así de puras, tan frágiles como fuertes, solo cambiaba el escenario, no era esta tierra basta, con paisajes dominados por el viento y nada más que soledad, debería ponerte ese nombre en lugar del que te pusieron tus padres. Tenías los ojos chicos, brillaban en el sol, eran tan transparentes como el agua del deshielo que baja desde la cordillera. Eras así, te lo dijo y como no creerle a su boca forastera, venida de tan lejos, creó que te vio en el pueblo, en el único lugar que se podía comprar cigarrillos, tenías el pelo largo, pelirrojo, eso le llamó la atención, eran como las brasas que arden en el fogón, creo que te dijo. Al principio no le pareciste linda, y ese hombre se te hacía atractivo por haber respirado oxígeno de una gran ciudad, siempre trataste de imaginar cómo sería ese horizonte de edificios, el ruido de los autos, a la escasez de árboles estabas acostumbrada, era un ejercicio dentro de tu cabeza, era coser las postales que salían por televisión, Buenos Aires era una promesa que siempre quedaba lejos.
Como sea, porque lo buscaste, o porque estaba escrito por un mal escribiente del destino, un día se quedaron charlando, era uno de los estudiosos que trabajaban sacando petróleo como los otro. Éste se fue haciendo único, el mejor contador de anécdotas, tenía la edad de la inmortalidad y una lucha permanente con el aburrimiento crónico que corrían por la aldea, cada tanto llegaban películas para ver mascando pochoclo en el auditorio de la delegación municipal, o se podía ir a bailar música a otro pueblo con más personas, que quedaba a varias leguas atravesando la desolación, rodeados por horizontes que jamás se acercaban, solo estepa, polvo y estrellas esparcidas por el cielo fresco de otoño. Te hablaba de planes que tenía. Solía decirte que quería irse de vacaciones a Madagascar, te decía que era una isla desprendida de África, que tenía una fauna especial por el aislamiento que se había dado a lo largo de las eras geológicas. A vos te parecía tan extraño, en la escuela habían hablado de que los continentes se movían pero vos jamás lo creíste, cómo algo tan pesado puede estar flotando como barquitos de papel en el río.  Él tenía sapiencia, era joven, era fuerte y le amontonaste tan adjetivos, demasiados para un hombre, te lo digo yo que también lo soy. Lo transformaste en amigo de tu hermano, en casi hijo ilustrado de tu madre. Comían los domingos tallarines o chivito asado, él había aprendido a hacerlo, los esperaba cuando volvían de la iglesia luterana a la que él no asistía porque era católico, solo por herencia italiana, hasta se te puso en la cabeza, convertirlo a la variante del cristianismo que había practicado toda tu familia. Hasta acá era una historia de amor como cualquiera que tienen los mortales. Se te veía feliz, se te inflaba el pecho de orgullo por ser alguien especial, eso creías y tu fe era, reírte de sus chistes, acompañarlo en los silencios. A veces te parecía traicionarlo cuando tu mente se preguntaba qué cosas pensaba la suya. Te molestaba que se quedara ensimismado. Estaba en otra parte, un lugar al que no podías ir, ni siquiera con la imaginación. Le costaba hablar de las cosas que había dejado en la ciudad, su familia aparecía en alguna charla, pero todo terminaba siendo más misterio que revelación, y eso, te atrapaba más, como sus besos, como su piel bien tibia en los días de invierno, cuando el sol se iba rápido y el viento aullaba helando y la leña no alcanzaba para mantener la temperatura. Hacías lo que el cuerpo pedía a gritos y que tanto te habían enseñado que no se deber hacer hasta pasar por la bendición del pastor. Se encontraba el lugar, en el departamento que la empresa  tenía para sus empleados, sabías como explicar tu ausencia, los dos estaban en puntos distantes en el mismo pueblo como, si eso, fuera posible en un lugar tan diminuto. Tu madre, que había pasado por lo mismo, te creía. Tu hermano hacía como que veía para otro lado. Te sentías su mujer, porque eso se te había enseñado, que la mujer es la posición del hombre con el que formica, pero él seguía siendo libre como una gaviota sobrevolando el golfo. No existían deseos para el futuro. Él tampoco te lo recordaba que lo tuvieras. Un día te subiste a la bicicleta que te servía para acortar distancias, tocaste a la puerta. Nadie te abrió. Debería llamarte ingenuidad, y no con el nombre que te pusieron tus padres. Te diste cuenta porque no se hablaba de los días por amanecer. No recuerdo si lloraste, me parece que no tuviste tiempo, para su ausencia sin despedida inventaste una historia, la más trágica por la cual no le quedase más remedio que volver de donde había venido.  Después te diste cuenta que tendría que regresar antes de que fuera evidente la curvatura de tu vientre. Pensaste que las jornadas empezaron a ser traicioneras, que, aunque los relojes marcaran las veinticuatro horas, éstas pasaban más rápido, así que lo planeaste bien, vendiste las pocas cosas que tenías, tu computadora, tu grabador, la colección de monedas que te había legado tu padre poco antes de que también se fuera sin dejar rastros. Pensaste lo similar que era aquello y esto, mientras armabas el bolso en la oscuridad. Sin hacer ruido para que no te oyeran, ni tu hermano, ni tu madre. Renunciaste a la telefónica donde trabajabas. Compraste un boleto y te fuiste en la noche, a hurtadilla. Lo más probable es que hayas rumbeado para Buenos Aires. Tal vez tenías la ilusión de encontrarlo al doblar alguna esquina. Si en lugar de escritor fuera dibujante, me hubiera gustado retratar tu cara pegada a la ventanilla, tus ojos diciéndole adiós a la meseta, tan hermosa tocándote el vientre mientras el ómnibus brillaba, metálico, sobre la roca siempre gris. Estabas decida. Te habías jurado que no habría vuelta atrás. Habías resultado impulsiva como te decía tu madre, cuando tenía que enfrentarse a tus caprichos, tus enojos, tu cara larga porque las cosas no salían según lo deseabas. Querías que tu hijo naciera lejos. No soportabas que tus vecinos pensaran que te habías convertido en una boba enamorada de un forastero.
No estabas ese día de enero cuando volvió, tenía el pelo corto, un par de kilos de más y una sonrisa que te hubiera gustado volver a ver, lo primero que hizo fue caminar hasta tu casa para preguntar por vos, le dijeron que te habías ido, le hablaron con rencor, en el fondo lo culpaban por que vos te habías ido lejos.
Desde entonces están los dos buscándose, a merced que ocurra un milagro y el rostro familiar aparezca y sea único en la multitud, pero ocurre que el destino tiene, a veces, muy malos escribientes.

2 comentarios:

  1. extrañaba no leerte, es maravillosa tu forma de narrar, sé que lograrás grandes cosas con la letras, daniel de palermo

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  2. Buscaba "El Espejo de Dos Lunas" y terminé leyéndote a ti. Lo mejor que he podido leer en muchas madrugadas. Saludos desde México. Daniel Santiago.

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