miércoles, 14 de septiembre de 2011

Los jueves, cofradía

Nos fuimos conociendo poco a poco, como quien no quiere la cosa. Éramos diferentes pero nos reconocíamos como pares. Quizás, éramos dolientes acuciados por la misma peste. Sea como fuere, siempre había un lugar y un horario para juntarnos, poníamos minutas sobre la mesa, cerveza fresca en vasos, siempre estaba Gastón que insistía con los vinos, tenía alma de sommelier, bastaba que su nariz olfateara un corcho y nos arrojaba la historia de la cepa de donde había venido el vino. Lo sabíamos, era un presumido pero, en el fondo, demasiado querible. Pero bueno, salvo honrosas excepciones, no había dinero para bebidas de etiqueta, pero si nos prometíamos regalarle a Gastón el mejor vino que hubiera por ahí, para nosotros esto tenía más relación con el precio que con el sabor. Veníamos de los tres puntos cardinales que tiene Buenos Aires, viajábamos en hora pico, dejábamos que el cansancio reposará después, cuando volviésemos a la rutina. No existían palabras para nuestros trabajos, no había mención a las trivialidades, esas que hablábamos con otros, pero jamás entre nosotros. Charlábamos cosas de nuestra pequeña e insignificante reunión, liberamos los egos como niños pequeños deseosos de llamar la atención. Pensábamos en el tiempo futuro, idealizábamos nuestro recuerdo, para eso trabajábamos horas, palabra sobre palabra, trazo sobre trazo, como escultores que no se pueden detener. Emma, tal su seudónimo, bosteza erotismo, el que le faltaba, su voz se nos enredaba, era una yedra que nos devoraba los sentidos. Fumaba, y soltaba los versos, después se mojaba los labios con cerveza. Nos gustaba oírla. Nunca nos contaba de su casa, de su marido, ni de sus hijos, pero todos sabíamos que resucitaba cuando sus papeles se volvían blancos y, su mente, escupía todo lo que no encontraba en sus días, soñaba con el amor romántico, ese que huye después del casamiento, quizás la habían martirizado en la infancia con cuentos sonsos como La Cenicienta o había visto telenovelas en demasía, Carlos siempre quería superarla, pero su erotismo era tan básico como un adolescente encerrado en el baño, no lograba vencer la rima fácil, sus insinuación caían en el barro, parecían cuerpos desguazados por las luces de un programa de televisión, pero lo escuchábamos con el mismo respeto que a Emma y, para evitar peleas, cosa muy común en artistas como nosotros, jamás tenidos en cuenta, le éramos diplomáticos, le festejábamos sus mujeres de senos exuberantes, sus hombres, guerreros sodomitas, muy felices entre la sangre de la guerra y el cariño en algún lugar de la vieja Grecia. Por una razón extraña todos parecían hablarme a mí, tal vez, porque tengo el defecto de saber escuchar, cosa que me ha traído viajes horribles en medios de transporte donde, desconocidos, me hablan de ellos mismos. Alguien me había dicho en el pasado que tengo cara de buen oidor, lo que mis compañeros no sabían era que yo jugaba, lo que hago siempre que veo seres llenos de vida por la calle, cada gesto, movimiento o insinuación es para mí como la arcilla que mis dedos alfareros precisan, no se iba a escapar Emma de las garras de mis lápices, iba a hacerle el amor con tanta dulzura, igual que ella, cuando imaginaba, cada vez que iba viajando en el colectivo, contemplando un hombre cualquiera, le inventaba una historia con el perfume de sus anhelos que la vida le fue quitando; sería el guerrero, el más cruel que asomará en las letras de Carlos, un griego hermoso parado en un esquina de Atenas con toga y todo, insultando al capitalismo europeo, ofreciendo mi cuerpo, el que perdí hace algunos años, como única mercancía laborable. Me decían que mis poesías eran buenas, que se volvían fuertes, que se enmarañaban con mi historia, el padre muerto, la madre que me había abandonado, la familia que lleva mi apellido como extraños a los que se le teme conocer, lo habían adivinado, mi nombre era mi seudónimo, yo era casi un actor que fingía tener el nombre que llevaba. Me defendía, decía que todos tenían vidas retorcidas, que esos fantasmas llegaban en algún momento y se sentaban a la mesa, en la hora de soledad, igual que nuestros dioses, esos en los que creemos, todos esos poetas que lograron vencer la peste, que malvivieron vidas en algunas de la ciudades de este planeta, siempre ignorados por sus contemporáneos, idealizados por funerales y placas conmemorativas, nombres de calles y tediosos análisis estilísticos en la hora literatura, para que sea bien de normal jamás comprar un libro de poesía. Ya cuando estábamos más alegres por la bebida rubia, cuando se iba haciendo tarde, cuando el espacio estaba enviciado de tabaco y de alguna hierba que alguno traía, celebrábamos nuestro aquelarre delirando que la poesía volvía al pueblo, llenaba las calles, se hacía reclamo y reivindicación, resucitaba en el amor de los enamorados, nos volvíamos invencibles celebridades pop, qué hermosa la cara de Emma en la marquesina de una librería, qué lujuria las palabras de Carlos haciendo sonrojar a viejitas inocentes después de las misas. Qué lúdico saber los amoríos de Lara, de mí y mi misantropía galopante, mis caprichos de niño pobre que busca un lugar apartado para dibujar palabras cuando todavía no le enseñaron a escribir. Creíamos ser siempre rebeldes a la hora de la despedida, cuando ya no había más cerveza que tomar, ni que leernos, nos prometíamos más para otro jueves a la misma hora, esa era nuestra cita, ese era nuestro consuelo, de vencidos poetas que se reunían en modesta tertulia; después, cada quien volvía a su vida, a las relaciones normales, a nuestros uniformes de vivientes correctos, que saben tomarse unos segundos para intentar atrapar varias letras en una poesía, para poder resucitar cada atardecer de jueves, en la cofradía.

1 comentario:

  1. me trapa tu forma de narrar, cuenta una simple reunión de poetas, es como una mezcla de poesía y cuento, pero hay algo que tiene que es imposible dejar de dejar de leer. Me sorprende mucho.Veo mucho talento en vos. Mis felicitaciones

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