viernes, 2 de octubre de 2009

Mendiga

Es domingo, el día del señor agoniza
en un mar rojo.
Voy en el Sarmiento,
mis viajes son siempre cómodos,
me pierdo en el asiento.
Todos me miran,
no dejo de ser un hombre ridículo
que juega con su lápiz y un cuaderno estrujado.
No me canso de verlos,
algunos llevan el hastío estampado,
guardan su ojos profundas ganas de huir, alejarse;
pretender que el tren despegue
las pesadas ruedas de la cárcel de durmientes.
El espectáculo de la pena hace escena en el vagón,
un ángel que apenas marcha,
el desamparo de la vejez tambalea
repartiendo un pedido de ayuda mal escrito
en un cartón cortado con mil esperanzas,
el esfuerzo busca la piedad
y sólo cosecha indiferencia de los viajeros,
todos ensimismados en la telaraña de sus mundos,
crucificados por la música de sus celulares
clavados en las orejas,
perdidos en las noticias de los diarios,
en la charla efímera con el compañero de viaje,
otros extraviados en el paisaje que atraviesan las ventanillas,
casas, ventanas, las primeras luces del depresivo domingo
ante las fauces de la noche;
cerca de mí oigo
la piedad hecha cascada de monedas,
cayendo lenta sobre la mano de la anciana,
sigue avanzando, por momento parece tropezar,
por momento parece querer estar en otra parte,
con nietos ruidosos, perdiendo el tiempo frente al televisor,
rememorando los años de la mocedad
cuando los anhelos bastaban parar caminar erguida
y confiada de un futuro mejor.
Tomo el cartón con mi mano izquierda,
la derecha aferra el lápiz, oculto un billete añejo detrás.
Obtengo una sonrisa escasa de dientes,
su mirada escapa dulce para cubrirme
en una bendición tan tierna que se enreda
en el papel donde la guardo,
transformada en musa de un poema
que tal vez ella nunca lea.

1 comentario:

  1. Como me hiciste emocionar con este poema, muy bueno la verdad;

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